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En Sínodo con toda la Iglesia


Las más recientes propuestas provenientes de nuestro Papa Francisco insisten en una urgencia pastoral primera: ser realmente un Pueblo en camino, juntos, en una dinámica que se describe como comunión, participación y misión. Es decir, realizar también nosotros hoy lo que constituye nuestro ser como Iglesia, vivirlo en nuestras circunstancias, entre nuestras casas y en nuestra tierra.

Esta urgencia quiere evitar el riesgo de una dispersión que nos amenaza. Somos cristianos y esto determina nuestra forma de vivir; pero nuestra comunidad eclesial, nuestra parroquia, nuestra Iglesia diocesana, no son lugar donde compartamos lo que vivimos, donde aprendamos o maduremos criterios y maneras de hacer, al que pertenezcamos y en el que queramos estar. O podemos también ser cristianos y permitir, sin embargo, que aspectos esenciales de nuestra vida sigan una lógica que no es la de la fe: en relación con la familia, con el dinero, con la responsabilidad social, etc. O podemos ser también cristianos con una relación viva con nuestra comunidad y parroquia, participando, “practicando” nuestra fe; y aún así, a veces, corriendo el riesgo de no conocernos, de compartir poco, de dar una importancia relativa a nuestra “vida eclesial”. Y, por supuesto, existen también aquellos que consideran la fe –quizá recibida de  niños– y a la Iglesia como algo ajeno a su existencia y no guardan relación.

La primera urgencia es, pues, reunirnos de nuevo, hacer camino juntos; pero como Iglesia, como “Pueblo santo de Dios”.  A ello nos invita la propuesta del Santo Padre de hacer en este curso a una experiencia de “sinodalidad”; es decir, de caminar unidos, escuchándonos unos a otros, tomando conciencia de nuestras riquezas y compartiendo nuestras preocupaciones, para poder actuar más responsablemente y orientar el camino que hacemos juntos.

Antes incluso del acierto en la reflexión y en las propuestas, el primer fruto de esta iniciativa está ya en el hecho de este reunirse, de nuestro congregarnos como Iglesia, con  conciencia de estar ahí con la propia responsabilidad personal, junto con todos los miembros de ella.

Esta primera acción es decisiva: no disgregarnos, siguiendo un individualismo ampliamente extendido en nuestro mundo; sino reunirnos como cristianos, como realidad eclesial, conscientes de que es el lugar en que se iluminan y se acompañan los caminos de la vida.

Aunque está plenamente en continuidad con la tradición de nuestras casas y de nuestra tierra, este “volver a verse, a encontrarse en la propia parroquia” encuentra hoy la dificultad de una mentalidad muy difundida que niega toda relevancia a la fe cristiana y a la experiencia de Iglesia, o la proclama incluso como algo inverosímil y falso, impropio de gente de nuestro tiempo.

Podemos ver la importancia radical del no dejarse dispersar por estas “corrientes” ideológicas cuando recordamos que la forma que damos libremente a nuestra vida depende de las convicciones profundas que llevamos en el corazón, de las opciones que aceptamos más o menos críticamente como las adecuadas para guiar nuestra existencia. Aquí radica nuestra libertad y la dignidad de nuestra conciencia. ¿Cómo no va a importar nuestra fe, lo que creemos de corazón, la verdad que conocemos? ¿No equivaldría eso a negar toda importancia a la propia persona, a lo que llevamos dentro, a lo que pensamos?

La invitación del Papa afirma claramente lo contrario: importa nuestra persona y nuestra fe, nuestra inteligencia de la realidad; importa poder escuchar y hablar sobre las cosas más esenciales, sobre lo que determinará las decisiones más llenas de consecuencias para nosotros. Y por ello nos invita a un ejercicio de conciencia y de memoria: recordemos que somos cristianos, reunámonos, experimentemos de nuevo que estamos unidos, aportando cada uno su palabra y su responsabilidad, afrontando juntos las cuestiones más importantes, la misión de nuestra vida.   

Quisiera insistir, por ello, en la propuesta que nos acompaña en nuestra Diócesis en los últimos años como primera línea de acción pastoral: seamos una verdadera comunidad parroquial. No dudemos en dar los pasos necesarios para participar en ella, para hacerla posible y rica con nuestra presencia.

Reunámonos convocados por el Señor, acojamos el don que nos ofrece en la Eucaristía: su sacrificio, el don de su carne y de su sangre, la comunión plena con Él y con el Padre. Somos el “pueblo santo de Dios” cuando acogemos su Palabra, a su Hijo Jesucristo, que nos revela su Amor misericordioso y nos reúne como miembros de su Cuerpo.

Vivamos plenamente nuestra identidad eclesial, cuidando todas sus dimensiones, educativa, catequética y cultural, celebrativa, comunional, caritativa y social. Hagámoslo según nuestras posibilidades, buscando siempre que las riquezas del Evangelio sigan presentes en nuestra tierra, entre nuestras casas y para todos los necesitados, por medio nuestro, de nuestra presencia como Pueblo de Dios. Conservaremos así nuestra fe, la transmitiremos a la próxima generación, la anunciaremos a todos. Y mantendremos viva también nuestra tradición más propia, la de nuestras familias y parroquias, enraizadas desde siempre en la fe cristiana.

Es importante que esto sea posible también en el mundo rural. Nos corresponde a nosotros encontrar las formas mejores para que sigan existiendo  en él parroquias vivas, comunidades cristianas reales, en las que pueda seguir expresándose y transmitiéndose la fe, en las que se eduquen las personas, sea posible rezar juntos y celebrar la Eucaristía –al menos los domingos y fiestas de guardar– por los vivos y los difuntos, en las que cuidemos unos de otros.

No dudemos ni un instante de que vale la pena reunirse, acudir juntos a los “centros de referencia” de nuestros lugares de vida, que muchas veces serán interparroquiales. Debemos dar la prioridad a poder seguir siendo Iglesia también en nuestro mundo rural, a vivir unidos, a participar en la Eucaristía dominical y en todas las actividades propias de una parroquia, a ser cristianos y a transmitir nuestra fe; aunque se modifiquen así algunas formas tradicionales o costumbres de siempre, y a pesar de la posible incomodidad y extrañeza inicial de salir del entorno más inmediato. Evitemos la disgregación, también geográfica, caminemos juntos.

Aprovechemos este curso para, siguiendo las indicaciones del Papa, hacer una experiencia sinodal, como Pueblo de Dios presente en cada lugar, en nuestra Diócesis y en el mundo entero. La invitación del Papa nos recuerda que nuestra palabra, nuestra aportación, habrá de ser parte –como en una gran sinfonía– de la voz de la Iglesia universal.

De hecho, según lo previsto, el proceso “sinodal”, tras los encuentros locales, confluirá en un momento diocesano, en el que pondremos en común el trabajo de todos. Las aportaciones de las Diócesis, tras un gran encuentro de todas, se unirán en la de nuestra Conferencia episcopal. Ésta, por su parte, pondrá en común los resultados a nivel continental, en nuestro caso, europeo. Y el último paso, con toda la Iglesia universal, se dará en Roma, en la celebración del “Sínodo de los Obispos” en 2023.

Siguiendo estas indicaciones del Papa, nosotros estamos llamados este año a un especial ejercicio de “sinodalidad”, cuyas formas nos serán comunicadas desde la Santa Sede a principios de curso. Será en todo caso un momento de escucha mutua y de reflexión, de puesta en común. Los frutos, además de las posibles conclusiones a las que se llegue, serán en primer lugar los que recojamos en nuestra propia vida: el bien de no ceder a un proceso de disgregación y de soledad cada vez más amenazante, de reunirnos y confirmarnos en la verdad de la fe en Dios, en la esperanza de la vida y en la preferencia absoluta que corresponde a la caridad en la realización de la existencia.

   + Alfonso Carrasco Rouco, obispo de Lugo

 

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Responsable consulta sinodal proceso diocesano

Ilmo. Sr. D. Luis Manuel Rodríguez Pérez

 consultasinodal@diocesisdelugo.org

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