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Don Alfonso en la Misa Crismal: «Nunca predicaremos de más el amor del Señor»

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Esta mañana de Miércoles Santo, se celebró en la Catedral de Lugo la Misa Crismal, presidida por el Obispo, Mons. Alfonso Carrasco y concelebrada por un buen número de sacerdotes. Transcribimos la homilía de don Alfonso:

Queridos hermanos sacerdotes. Queridos miembros de la vida de vida consagrada y fieles que hoy nos acompañáis y que sois una presencia que hace visible para todos la compañía cotidiana de la Iglesia en cada parroquia.

Celebramos en este día la Misa Crimal, querida por San Pablo VI para renovar el propio compromiso sacerdotal en medio de la Iglesia concreta, real, que camina en la historia, hecha por los sucesores de los Apóstoles y por las personas que forman las parroquias; personas conocidas, muchas veces queridas y siempre cercanas. Para servicio de esta Iglesia estamos los sacerdotes.

En las lecturas de hoy, recordamos las palabras de Jesús cuando dice que «hoy se cumple esta profecía». Hoy se cumple en realidad, sabemos que son palabras verdaderas que llenan de alegría el corazón y dan razón de nuestras vocaciones. Y es que la vocación sacerdotal es siempre una respuesta a una Presencia y así llega a madurar: como respuesta a una Presencia con un afecto, un amor grande de Aquel que pudo decir «hoy se cumple esta escritura». Ésta que decía que Él venía consolar a los necesitados, a dar luz a los ojos, a abrir los caminos de misericordia y gracia, a conceder el perdón de los pecados, a asegurar la cercanía de Dios… Una Presencia que era motivo de esperanza y una respuesta llena de alegría por parte de todos. Hoy, para nosotros, es igual.

El sacerdote es testigo del amor

Decía Santo Tomás de Aquino que la vida del ser humano consiste en el afecto principal que la mueve. Así es también para nosotros: la vida del sacerdote consiste en el afecto principal que la mueve y que está en nuestro corazón como respuesta al sí personal dado en un gesto de libertad completa. Quizás este mundo piensa que la vida del ser humano consiste en cosas distintas a ese amor pero no: mi vida está constituida, movida, hecha, por un afecto que está en mi corazón libre y que ha sido despertado por Aquel que me amó primero. Recordemos siempre esto porque pasan los años, pasará la vida entera, y ese amor no cambiará; nunca dejará de ser el tesoro más precioso que está en nuestro corazón, en el centro de nuestra vida y que llena de una esperanza y una alegría que nadie podrá quitarnos.

Nos hacemos mayores y podemos mirar hacia atrás, quizás sin saber cuáles son los frutos pero con la certeza de que es el Señor quien lleva todo y quien los recoge. Así, en la vida y en la muerte mantenemos la misma esperanza, la misma mirada, el mismo afecto del corazón. Y nuestra vida consiste en ser testigos de este amor en medio del mundo; un mundo que no puede dar estas certezas y esperanzas porque no puede asentar así la alegría del corazón, no puede generar un afecto tan grande y tan verdadero que te mueva y haga de ti una fuente de bien. Y es que el mundo no te da tanto.

Conviene que miremos al mundo y nos daremos de cuenta que en él habita una mentalidad vinculada sólo a las cosas mundanas, olvidada de Dios, sin esperanza. Miramos a este mundo y tantas cosas agobian, tantas dudas asaltan, tantas mentalidades que empujan y que te llevan de un lado a otro y ya no sabes, ni siquiera, muy bien quién eres. Hemos pasado el tiempo de la pandemia y ahora se presentan otras incertidumbres grandes generadas por los poderes de este mundo: guerras, horizontes inciertos, miedoas, violencias, dolores, faltas de esperanza…

¿Cómo podría el corazón del ser humano asentarse en la esperanza para siempre si este mundo fuera el único horizonte de la vida? Sería imposible. Por esto nuestro ministerio de sacerdotes es tan importante y está destinado a hacer brillar la luz del Evangelio en medio del mundo, más necesitado de él que nunca. Es tiempo de recomenzar, de intentar darle fuerza al cuidado, a la atención, a los gestos, volver a reunir, volver a poner delante de los ojos la fe y la esperanza que tienen que ser la luz de nuestro caminar.

El sacerdote consuela 

Como sacerdotes debemos guardar en el corazón la certeza de pertenecer al Señor y construir nuestra vida marcados por su amor. Pensemos en cuidar, en despertar la esperanza, liberar a los cautivos, atender a todos: esta es la misión que tenemos encomendada. Consolaremos no porque seamos sólo buenas personas sino porque tenemos la gracia de Dios que permite a cualquiera encontrarse con Dios en los momentos en los que tiene que reconocer que el mal pesa; y el sacerdote está ahí, haciendo presente a Aquel que vino a cuidar al que estaba caído en el camino, que vino a perdonar a quien se sintiera necesitado de perdón, que vino a aliviar a los hombres doloridos por las cosas hechas en el camino de la vida. Los sacerdotes tenemos que seguir siendo una afirmación constante y perenne de la misericordia y el perdón de Dios.

El amor de Dios existe y es inmenso y nosotros, por su voluntad, queremos anunciarlo. Cuando celebremos la Santa Misa, cuando prediquemos, cuando celebremos un bautismo, cuando recordemos las palabras del Señor, démonos cuenta del servicio que estamos haciendo, de la luz con la que caminamos y con la que queremos que se ilumine la vida de la gente para que no desespere, para que no equivoque el camino, para que no se deje llevar por promesas engañosas que estropean la vida. Los sacerdotes predicamos, anunciamos la palabra de Dios esperando que esta semilla de amor entre en el corazón y abra caminos de vida.

El sacerdote reúne

Esto tiene un valor incalculable como también lo tiene otra labor propia del sacerdote: reunir. El sacerdote predica, celebra los sacramentos y reúne porque su misterio reúne al pueblo mostrándole los caminos de una vida nueva hecha con caridad para el prójimo y para el necesitado. Démonos cuenta, mirando a nuestro mundo, lo importante que es unir. La verdadera unidad, que sería imposible si no fuera por la presencia del Señor es muy necesaria hoy que los pueblos están haciendo guerras, las violencias entran hasta lo más profundo del corazón, los odios se multiplican, las familias tienen dificultades…

Los feligreses saben que somos ministros de Dios que servimos para unir, no por nuestras ideas, porque no se unirán siguiendo nuestra simpatía o nuestra opinión, sino porque hacemos un servicio muy objetivo: hacer presente la verdad y el bien de Dios.

Hoy podemos recordar que somos ministros de Dios en medio del mundo porque Dios vino a este mundo. ¡Qué alegría tan inmensa saber que no estamos solos! El mundo solo, sin Dios, daría miedo o, en todo caso, no consolaría. Por esto, es una alegría su compañía, su palabra de bien, de amor, de afecto verdadero que entra en el corazón y sostiene la vida.

Nunca predicaremos de más el amor del Señor, ni nunca lo celebraremos de más. Celebremos con devoción la Eucaristía, misterio de un amor inmerecido de quien murió por quien no lo merecía. Un amor inmenso que nunca anunciaremos en demasía.

Hoy, pensando en nuestro camino, demos gracias a Dios que no nos dejó ni dejará de su mano. Pidámosle por nuestra gente, por nuestras parroquias, por nuestro camino futuro. Pidámosle que nos conceda los dones del Espíritu Santo para cumplir nuestra misión. Pidámosle que nos guarde la ley del corazón y nos haga verdaderos testigos suyos en medio de nuestras parroquias. Y pidámosle por nuestros seres queridos, por nuestros compañeros sacerdotes enfermos o difuntos; hay que pedir por ellos también, es una expresión de caridad y fe profundas que afirma que los límites de este mundo nuestro, los límites de nuestro horizonte vital, están en las manos del Señor.

¡Qué Él mantenga siempre vivo, ferviente y capaz nuestro corazón!