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Homilía del Obispo de Lugo en la Misa del Domingo de Ramos


 Transcripción literal de la homilía pronunciada por el Obispo de Lugo, monseñor Alfonso Carrasco, en la Misa del Domingo de Ramos celebrada en la Catedral de Lugo el 2 de abril de 2023.

Queridos hermanos:

Celebramos el Domingo de Ramos, inicio de la Semana Santa. En la bendición de las palmas escuchamos el evangelio de la entrada de Jesús en Jerusalén.

Era la venida del esperado, una luz que traía horizontes de esperanza y de alegría; era el que hablaba de ayuda y de salvación por parte de Dios, de un futuro renovado, de una vida mejor, una vida nueva, libre. Era Aquel que iba a salvar a su pueblo, a liberarlo.

Ahora podemos pensar en el recorrido que se cumplió aquella semana. El Señor entró públicamente en Jerusalén; muy públicamente, en modo festivo. Sabía a dónde iba. Sabía que entraba en Jerusalén y lo que le iba a suceder allí. No entró porque fuese ignorante de su futuro sino al contrario: era muy consciente.

Entraba en Jerusalén el rey verdadero, sin embargo, escuchando luego la narración de la Pasión no podemos dejar de sentirnos impactados. Sabemos que celebraremos la Resurrección, sí. Celebramos el fruto eterno de su muerte por muchos, de su sacrificio. Celebramos la riqueza de vida, de misericordia, de futuro. Pero la lectura que hoy escuchábamos nos contaba la Pasión, nada más. La Resurrección la miraremos de frente más claramente en el próximo domingo, Domingo de Pascua.

Hoy las lecturas nos pedían que pensemos un instante en esta muerte. Podemos decir que impresiona pensar que el que traía toda la verdad, termina. Impresiona pensarlo aunque sabemos que el Señor está cumpliendo su misión, que iba a resucitar y que Dios no lo abandonaba; que la experiencia de muerte y de abandono formaba parte de su misión, de su camino de salvación. Pero impacta que Aquel que es la vida, que es la verdad, no tenga cabida en nuestro mundo. Es impactante que se le mate sin justicia y sin razón, y que el único motivo fuera un griterío y la envidia, el no querer convertir el corazón y no reconocer la luz que iluminaba de modo nuevo la existencia. Impresiona pensar que nuestro mundo no sea tan evidente como a veces queremos pensar. Impresiona darse cuenta de que bajo la superficie bonita de las cosas puede haber también pecado, obstinación.

El Salvador, el Señor, murió y así se desveló la profundidad del drama que habita en este mundo. Pero Él no murió sólo porque hubiese quien lo quisiese matar, no. Él murió sabiendo lo que hacía y, por eso, no podemos ver este misterio sin mirarlo también con sus ojos, con su intención, con el gesto que Él estaba cumpliendo. Porque el Señor estaba muriendo para compartir su vida y liberarnos a nosotros de un destino que, como vemos, sería malo. Cuando vemos morir a Jesús en la Cruz, estamos viendo el destino que seríamos capaces de dar al hombre más justo del mundo. Jesús lo fue realmente: era el Hijo de Dios y, como Hijo de Dios, el hombre más justo. Jesús era el hombre más santo, el mejor posible. Y lo matamos. Entonces, ¿cuál sería el destino de aquel que, en cambio, no fuesen tan justo, ni tan bueno?

El Señor es aquel que nos mira. Y no nos mira con una mirada cruel, negativa, con la de quien dice que el hombre no puede más. Porque nosotros ya sabemos: viene el mejor de todos, el profeta más grande, y lo liquidan pensando «ya vendrá otro». La muerte en Cruz de nuestro Señor, dice lo contrario. La muerte del Señor dice: «yo, por estas personas que son mis hermanos, incluso cuando hacen el mal,, hago este sacrificio».

Cuando el Señor moría en la Cruz estaba diciendo: «yo sí creo que Dios triunfará y que los hombres se salvarán. Yo sí creo que los hombres valen la pena. Yo sí quiero afirmar y cuidar de cada uno de ellos».

Hoy vemos al Señor entrar en Jerusalén como el verdadero rey. No es el que se iba a poner por encima de los demás sino aquel que iba a mirar, con un interés completo, la vida del otro, compartiendo de todo corazón el destino de cada persona. Es el que iba a mirar a los humildes, a los pequeños, a los viejos, a los jóvenes, a cada uno. Este rey es el que iba a percibir la necesidad de cada uno y atender a cada uno. Es el que podría hacer surgir, florecer, abrir el camino de la vida con un sentido profundísimo de la misericordia, de la mansedumbre.

Lo que de verdad somos las personas no lo reflejaba, sin más, la turba que gritaba «¡crucifícalo!». Es verdad que ese grito demuestra alguna cosa de cómo somos y seguramente se volvería a gritar hoy si volviera a pasar. Pero también es verdad que más razón tiene el Señor: Él estaba diciendo, con mansedumbre, cariño y con un amor profundo, que el cuidado y la entrega por cada uno es más verdad. Estaba diciendo que es más verdad lo que hay que hacer y aquello por lo que quiso morir.

Hoy parece que sólo importa alcanzar un poder sobre los demás y subirse a no se sabe dónde. Pero la realidad es otra cosa: la realidad son las personas que están en la calle y que te encuentras por el camino; las que están en las casas; las que están trabajando… La realidad son los padres con los hijos, son las madres, son las niñas: esa es la realidad. La  realidad son las personas mayores y los enfermos. Son las personas que nos morimos poquito a poco. Esta es la realidad y esa realidad Dios quiere salvarla. Nosotros tenemos que aprender esa mirada del Señor y alegrarnos de ser queridos.

El Señor ha querido venir pacíficamente a nuestro mundo y entró como rey pacífico. Vino pacíficamente para construir la paz, para abrir y encender la luz de la verdad y salvar los corazones, de las personas que estamos necesitados de ese amor profundo.

Pues que la imagen de la muerte no nos confunda: no es lo más grande ni la ultima palabra. Lo que pretendían quienes lo mataron, se equivocaron. La palabra de ellos no era la ultima; la última palabra era más profunda, estaba en el corazón del Señor: era una palabra de amor. Que sepamos que el Señor nos mira así y desea conducir, con su mirada, nuestras vidas. Y alegrémonos ello. Pensemos que es verdad la muerte, pero también fue verdad la entrada feliz en Jerusalén y la verdad definitiva que celebraremos el Domingo de Pascua.

Audio de la homilía