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SALUD Y SABIDURÍA DEL CORAZÓN

Lo último del obispo


Día del enfermo 2015

Queridos hermanos,
acabamos de oír en estas lecturas cómo Pedro y Juan actuaban y hablaban con una sabiduría nueva y sorprendente, que les venía del Señor Jesús, cuyas palabras nos han sido proclamadas de nuevo en el Evangelio.
Su corazón de discípulos, como el nuestro, había cambiado escuchando la verdad que nos dice Jesús: Como el Padre me ha amado, así os he amado yo. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus  amigos, y a vosotros os he elegido yo como amigos.
Los apóstoles y todos nosotros sabemos ya que somos amados así por el Señor, que Él se ha entregado por nosotros, como celebramos en la Eucaristía. Él ha querido abrirnos la fuente de la vida, cumpliendo así el deseo que brotaba de su corazón y que correspondía al querer del Padre: poder vencer en los suyos, en sus amigos, el mal y el pecado, que destruyen alma y cuerpo, hacer que pudiesen dejar atrás la muerte y abrirles el camino a la resurrección, a la vida en la que se manifiesta el poder inmenso del Dios que es amor, que puede dar la vida a los muertos.
Esta confianza plena en el Padre, esta esperanza en el alma, que nacen de la alegría de ser amados por el Señor Jesús hasta el extremo, antes y más allá de nuestros pecados e incapacidades, llena de paz el corazón y le da una sensibilidad y una inteligencia nueva.
Esta sabiduría verdadera del corazón, siempre importantísima, se revela imprescindible especialmente en las dificultades y ante los desafíos de la vida. Ahora bien, ¿no es un gran desafío y una situación de gran necesidad la de quien está enfermo, seriamente enfermo, la de quien  no dispone ya de sí mismo, de su cuerpo y a veces tampoco de su mente, y experimenta el sufrimiento? ¿Y no vive también tiempos difíciles quien tiene enfermo a quien ama, a un familiar o un amigo, y querría estar a su lado, atenderlo, verlo curar?
Por eso, ante la enfermedad necesitamos la sabiduría del corazón, con la que cuidar la salud de cuerpo y alma. Mirar a la persona enferma con la esperanza y la caridad que Cristo enraíza en las entrañas de quien cree en Él, permite estar a su lado de verdad, mostrarle el propio amor en el esfuerzo cotidiano, en el cuidado paciente, en el cariño constante, a veces con mucho sacrificio. ¿No decimos en las bodas: te querré en la salud y en la enfermedad? ¿No es prueba muy grande de amor permanecer al lado y no huir de quien está enfermo? A través del testimonio de este amor fraterno, que cuida las heridas y consuela en el sufrimiento, resuena la sabiduría más profunda: el amor no pasa nunca, porque, en realidad, Dios es Amor.
La sabiduría que la fe en Jesús hace brotar en el corazón lleva a mirar al prójimo como verdadero hijo de Dios, a acercarnos a su sufrimiento con el respeto de quien sabe que incluso en la muerte es y será hijo, amado por el Padre, destinado a la vida. Y nada cambia entonces si se es pobre o rico, emigrante o muy anciano; al contrario, más evidente se hace entonces la afirmación de su dignidad de hijo de Dios y hermano nuestro.
Este testimonio de caridad, hecho muchas veces en circunstancias difíciles y con sacrificio, es tan significativo que Jesús asegura que será recordado en el día mismo del Juicio como digno de premio y de alabanza. Quien supo lo que era sufrir los dolores mayores, sabrá siempre lo que significa el consuelo y el cariño.
Así, con esta sabiduría del corazón, propia de quien cree con verdad y sencillez en Cristo Jesús, la persona enferma recordará también la verdad más decisiva: Dios es Amor y es Vida, y es más grande que la muerte. El sufrimiento, las lágrimas y la enfermedad terminan, pasarán; el que nos ama es más grande, la vida del Señor es incomparablemente más poderosa que la muerte y su Amor más hondo que todo dolor o que cualquier puesta en cuestión de nuestra persona. Todo cuanto niega el valor de nuestro ser, el deshacerse de nuestro cuerpo o la indiferencia de los hombres, carece de poder o de significado alguno ante el Dios de la Vida, que nos asegura su Amor definitivamente con la entrega de su propio Hijo por nosotros.
Este Misterio, esta Victoria celebramos hoy de nuevo en nuestra Eucaristía dominical.
Que Aquel cuyo Cuerpo y Sangre recibimos en nuestro corazón, asegure nuestra fe en todas las dificultades y especialmente mientras sufrimos la enfermedad, y nos haga crecer a todos en un amor lleno de sabiduría y sensibilidad verdadera, para saber estar siempre al lado de quien sufre.
Que interceda por nuestros hermanos enfermos y por todos nosotros la Santísima Virgen María, salud de los enfermos, que supo estar al pie de la cruz, acompañando la pasión de su Hijo hasta su último aliento con su amor inmenso de madre, con una oración al Padre hecha con todo el dolor y toda la confianza de su corazón.

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