Queridos hermanos,
en estos días, en que nuestra vida acostumbrada cambia como consecuencia de esta crisis sanitaria (las actividades se detienen, afectando incluso al trabajo cotidiano, se despierta la conciencia de nuestra propia fragilidad por la cercanía de la enfermedad a todos, etc.), las exigencias fundamentales del corazón, nuestras responsabilidades para con nuestros seres queridos, el prójimo y toda la sociedad, siguen siendo las mismas.
Todos seguimos siendo hijos de Dios, a cuya Providencia paterna podemos confiarnos, ciertos de su amor misericordioso. Toda nuestra fe en el Señor Jesús sigue siendo verdadera y fuente de esperanza. Por ello acogemos de corazón la vida, con sus tareas, también en estas circunstancias, y no tememos la muerte.
Estas certezas que nos hacen ser quienes somos, que sostienen a nuestras personas, deben estar estos días particularmente vivas y conscientes. No ha cesado la esperanza, aunque estuviésemos enfermos nosotros mismos o nuestros seres queridos, ni tampoco ha quedado sin vigencia el amor al prójimo, nuestra responsabilidad más verdadera.
Somos familia de Dios, somos Iglesia suya, vivimos unidos a su Hijo, como hermanos, bajo el amparo de la Madre de Dios y Madre nuestra, María Santísima. Esto no es puesto en cuestión de ninguna manera por las medidas que hemos adoptado recientemente los obispos de nuestra provincia eclesiástica.
La Santa Misa seguirá celebrándose todos los días y ofreceremos al Padre el sacrificio de su Hijo Jesucristo por la salvación de su pueblo, por la salud de los enfermos, por quienes los cuidan y por la liberación de nuestra sociedad de esta pandemia que ahora nos afecta.
Siguiendo las indicaciones de las autoridades hemos suspendido las celebraciones litúrgicas públicas -por ejemplo, las Misas parroquiales-. En efecto, no podemos nosotros convocar y reunir a nuestro pueblo cuando se nos ha pedido a todos lo contrario para limitar la expansión del virus. Ofrezcamos al Señor este sacrificio, motivado por el amor al prójimo y no por la falta de piedad; y usemos los instrumentos que la Iglesia nos ofrece: seguir las celebraciones por los medios audiovisuales y practicar la “comunión espiritual”, en la que, realizada con verdad, se encuentran los frutos propios del sacramento de la Eucaristía. En nuestras parroquias podremos encontrar información y ayuda para todo ello.
La necesidad momentánea de evitar congregar al Pueblo en nuestros templos se agudiza en el caso de los llamados «grupos de riesgo». Aquellas personas que tienen problemas respiratorios o fiebre, evidentemente ya no pueden participar en celebraciones en espacios cerrados, pero tampoco aquellos que correrían más riesgo en caso de infección: personas de más de 70 años o con patologías previas de cierta gravedad. Así nos lo indican las autoridades sanitarias y yo quisiera pediros este sacrificio a todos.
Esto se aplica también, por supuesto, a los sacerdotes: ¡seguid esta misma recomendación! Vuestra salud importa mucho al Pueblo de Dios que peregrina en nuestra Diócesis.
Por otra parte, en esta situación es muy importante que nadie se sienta solo o desamparado y que los cristianos, a pesar de no vernos en las iglesias, nos mantengamos unidos como familia que somos. Renovemos esta certeza de ser un único cuerpo en Cristo y procuremos que ninguna persona mayor, enferma o pobre, se sienta sola o abandonada.
A los sacerdotes los invito a intensificar la oración y a celebrar diariamente la Santa Misa, aunque ésta deba ser sin pueblo. Igualmente les propongo que cada uno de estos días, a las doce de la mañana, tengan un momento de oración ante el Santísimo pidiendo por los enfermos, el personal sanitario, las autoridades civiles y por todas las personas que siguen prestando servicio para el bien de todos. Sería bueno, hermanos sacerdotes, que, dentro de vuestras posibilidades, hicieseis resonar las campanas de la iglesia principal a esa hora, para que el pueblo sepa que en ese momento, en toda nuestra Diócesis, los creyentes, cada uno desde su casa, nos unimos en una oración de súplica a Dios.
En este mismo sentido, invito a todos los fieles a unirse a la iniciativa ya tomada en las diócesis gallegas hermanas, que han propuesto el rezo común del Santo Rosario en nuestros hogares a las ocho de la tarde.
Serán gestos útiles también para recordarnos que estamos unidos en estas circunstancias, que somos comunidad, parroquia e Iglesia del Señor más allá de paredes y separaciones circunstanciales.
Todos estamos pendientes de la evolución de esta difícil situación. Pero en todos los casos, además de seguir las indicaciones de nuestras autoridades, os invito: usemos los instrumentos que tenemos a disposición; sigamos cerca de nuestras parroquias y unos de otros; aprovechemos para renovar la fe en Nuestro Señor, nuestra conciencia de que nuestras vidas están en sus manos.Encomendemos confiadamente a nuestra Madre la Virgen nuestros sufrimientos e inquietudes, pidiéndole que sea ahora y siempre abogada nuestra.
Madre del Cielo, tú brillas
como signo de consuelo y de firme esperanza.
En tus manos ponemos nuestra vida
confiando en tu materna protección.
Contigo y en nombre de Jesús, el Hijo de Dios,
elevamos nuestra humilde oración al Padre
y pedimos por los enfermos,
por los que están solos
y por todos los que en estos días
entregan su vida a favor de todos.
María, Salud de los enfermos,
vuelve hacia nosotros tus ojos misericordiosos,
atiende nuestras súplicas y protégenos de todo mal.
Amén.
Con mi afecto y bendición,
+ Alfonso Carrasco Rouco, Obispo de Lugo