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HOMILÍA EN LA MISA DE ACCIÓN DE GRACIAS POR EL DON DE LA INDULGENCIA PLENARIA COTIDIANA

Lo último del obispo


[1S 1,24-28; Lc 1,46-56]

Queridos hermanos, 
En este día resuenan en nuestro corazón de modo especial las palabras de la Virgen María, que acabamos de escuchar en el Evangelio: se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava.
El Señor ha hecho obras muy grandes por cada uno de nosotros, es nuestro Salvador. Ha cumplido su misión, ha soportado el peso y los sufrimientos causados por nuestros pecados; no se ha alejado de nosotros, sino que nos ha amado hasta el extremo, cuando no sólo éramos pequeños, sino también pecadores, incluso enemigos.
Su mirada sobre nosotros, presente en la Eucaristía, resplandece hoy particularmente por el don de la “indulgencia plenaria” concedida a quienes se la pidan aquí cualquier día con sincero corazón.
En este gesto, por medio de la Iglesia y del Sucesor de Pedro, el Señor nos ofrece el abrazo de su misericordia, un consuelo muy grande, como el que colmó el corazón del hijo pródigo, cuando su padre lo recibe no como siervo, sino como hijo querido, le pone la mejor túnica, un anillo en la mano y le prepara el mejor banquete (cf. Lc 15,22). Así también a nosotros, el consuelo de este perdón pleno, que nos libra incluso de toda pena temporal merecida por nuestros pecados, nos devuelve a este abrazo, a esta mirada cuya profunda paternidad conmueve siempre.
Realmente su misericordia llega a sus fieles de generación en generación, y nosotros lo proclamamos agradecidos hoy, aquí, en la Catedral de Lugo.
Cuando, siguiendo las indicaciones de la Penitenciaría apostólica, nos acerquemos a adorar la Presencia eucarística de nuestro Señor Jesús, siempre expuesta en nuestro Altar Mayor, a la luz de esta “gran perdonanza” que ahora se nos ofrece, podremos sentir, como María, que el Señor verdaderamente hace proezas con su brazo.
Pues, ¿quién, aún deseándolo, podría librarnos del mal realizado, del pecado cometido? ¿Quién podría evitar que marcase nuestra vida, determinase nuestra identidad? ¿Quién podría darnos la libertad con respecto a lo sucedido ya, quién un principio de vida nueva?
Más aún, ¿a quién le importaríamos tanto, como para venir a buscarnos y pagar quizá el precio de nuestras deudas? ¿Alguien sabría quiénes somos de verdad, nos conocería en lo hondo y aún así desearía estar a nuestro lado, sufrir con nosotros, sanar nuestras heridas? ¿Cuántos no pasarían de largo, para los que seríamos insignificantes, ajenos?
¡Qué grandes son las proezas del Señor, qué inabarcable su amor, su obra redentora, realizada por cada uno, anunciada a cada uno de generación en generación por su Presencia perenne en la Eucaristía, en el perdón de los pecados, en la “indulgencia plenaria”!
¿Queremos mejor maestro, para aprender a vivir, a ser nosotros mismos, a tratar al prójimo no sólo como es debido, no sólo con solidaridad, sino como hemos sido tratados nosotros? ¿Dónde aprender mejor aquello de: anda y haz tú lo mismo (Lc 10,37), que si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros (Jn 13,14).
Sólo resuena en el cántico de la Virgen una condición: no encuentra al Señor, construirá sin cimientos, quién se le acerca soberbio, rico y poderoso, el que no lo necesita porque ha fiado su vida ya a otros recursos, a otras riquezas, a otros poderes. Pidamos al Señor no caer en esta tentación, tan antigua como Adán, pero muy contemporánea en un mundo en que, a menudo, se pone el orgullo muy conscientemente en sí mismo, en el poder, la técnica y la riqueza, que permitirían dominar todas las cosas, hacerse y bastarse a sí mismos.
Que esta tentación no encuentre escucha en nuestro corazón. Alegrémonos, con María, del amor del Señor, de su mirada sobre nosotros; pongamos nuestro orgullo, con Pablo, en que ha muerto en la cruz por nuestra salvación; valoremos y acojamos con inmenso agradecimiento el don de la indulgencia, que brilla de nuevo en esta Catedral; adoremos a Jesús Sacramentado, Salvador nuestro.
Porque Él enaltece a los humildes y a los hambrientos los colma de bienes. Su amor nos enaltece definitivamente, y de este amor indefectible lo esperamos todo, reconciliación, indulgencia, vida nueva y eterna. Y este amor queremos valorar por encima aún de sus propios dones; porque amor sólo con amor se paga, y ninguna otra respuesta es digna del amor, aunque el nuestro sea como el de la criatura a su Creador. Amemos a Dios, al Señor Jesús, reconozcamos sus dones y no olvidemos darle gracias.
Para ello, pidamos a la Virgen María su ayuda. Ella ha sabido ver las obras grandes del Dios poderosos; nosotros, pecadores, las percibimos mucho menos. Pero Ella está presente también en el don de la indulgencia, junto con los méritos de todos los santos, y con su ayuda sabremos reconocer la humildad inmensa del gesto del Señor Jesús que se entregó por nosotros, por nuestra salvación, y podremos responder con el amor de un corazón agradecido al que es el Amor de los amores.
Pidámosle a María Santísima que, como con Isabel y luego con Juan al pie de la cruz, se quede en nuestra casa, en esta Iglesia en la que vivimos y caminamos todos, en la que recibimos –y compartimos– los mejores dones, en la gran Comunión de los santos.
Que Ella nos ayude a buscar siempre con humildad a su Hijo, sobre todo cuando nos reconozcamos pecadores, para cumplir su voluntad, que es, al final, que gocemos y participemos de su Amor, vencedor del pecado y de la muerte, y que lo hagamos presente en el mundo.
 

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