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HOMILÍA DOMINGO DE RAMOS

Lo último del obispo


Queridos hermanos:
No queríamos que en estas circunstancias tan extraordinarias que vivimos nos faltase la celebración del Domingo de Ramos, nos faltase volver a escuchar estas palabras de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo y revivir y sentir como propio el gran drama, entonces sucedido: la memoria de Nuestro Señor, el camino que Él hizo y cómo salvó a los hombres entregándose a sí mismo a la muerte.
Hemos contemplado en las lecturas todo lo que vamos a celebrar en la Semana Santa. Cada año lo hemos vivido con gran solemnidad, no sólo en la liturgia sino también en nuestras expresiones de devoción, de penitencia y de religiosidad popular, con las procesiones organizadas por las cofradías… pero, sobre todo, con la oración y con la meditación de los misterios.
Hoy hemos escuchado describir toda la Pasión. A lo largo de la semana tendremos ocasión de pensar en lo que hemos oído. Hoy recordemos una cosa: la escena puede ser un resumen del destino de los hombres, de la historia humana. ¿Cuántas veces habrá sucedido algo semejante? ¿Cuántas veces los hombres hemos tenido que enfrentarnos a un destino doloroso? En cuántos países, en cuántos lugares, todas las generaciones han vivido este misterio.
Es verdad que, por un lado, siempre hemos participado del orgullo y de la soberbia de los que acusaban y condenaban a Jesús, confiando sólo en su propio poder; esos que despreciaban la vida de un inocente, que despreciaban la verdad de sus palabras, que sabían no escuchar y hacer de piedra el corazón evitando dejarse tocar. Esta actitud atraviesa los siglos y llega hasta nosotros: es el pecado. El pecado de la soberbia, de afirmar que no vamos a escuchar ni a nada ni a nadie, que haremos lo que nosotros queramos, porque eso es lo único que importa y que, en cuanto tengamos fuerza y organización, lo impondremos. Esto atraviesa los siglos como un sueño, como una ilusión inmensa, como una vanidad enorme que siempre ha arrastrado a los hombres. Pero es un inmenso sueño, porque ese poder, en buena medida, es irreal: Nosotros podremos hacer muchas cosas, pero la afirmación «mi voluntad es lo que cuenta y yo no escucho ni a nada ni a nadie, porque yo soy el que gobierna y yo determino las cosas» es una ilusión y una falsedad profunda.
Por otro lado, vemos la realidad de un corazón vivo, pleno; la realidad de un hombre que cumple su misión, de una persona en verdad. Pero, sin embargo, la experiencia del rechazo, de la incomprensión, de la amargura, de la crueldad, de la muerte podría parecer que da la razón a quienes le condenaron. De hecho, éstos ya se reían de Él y decían: «A otros ha salvado, y él no se puede salvar. ¿No es el rey de Israel? Que baje ahora de la cruz, y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora». O, lo que es lo mismo, «que se vea si el poder de Dios existe o, al contrario, somos nosotros los que tenemos el poder. ¿Debería haber confiado en Dios o habernos obedecido a nosotros, que tenemos los azotes, las cruces y los soldados y mandamos? ¿Quién tiene que guiar de verdad la vida? Él dice que es Hijo de Dios, pero le hubiese sido mejor ser súbdito nuestro». En el fondo ellos están diciendo esto.
Hoy sigue siendo así. Tú dices que tienes conciencia, que hay que amar al prójimo, que no puedes hacer esto o aquello porque es un daño profundo a la vida y a los derechos de otra persona, que deberíamos vivir de otra manera, que tal sería la verdad y el bien. En cambio escuchas, de una u otra forma, «más te valdría decir lo que nosotros decimos, porque así te iría mejor». Así sigue siendo hasta hoy.
La lectura de la Pasión nos interpela a todos, porque todos estamos, un poco, de la parte del pecador; el único verdaderamente santo es Jesús. Nosotros nos sentimos de su parte, porque somos personas y tenemos un corazón sensible que tiene anhelos, que sabe sufrir, que desea vivir; pero a la hora de actuar, pronto lo olvidamos y decimos: «nosotros nos ponemos de parte de quien tenga el dinero, el poder, la fuerza. ¿Dios nos dice: amarás al prójimo como a ti mismo? Bueno, ya veremos, entre tanto haremos otra cosa».
Esta tentación la tenemos todos; por eso debemos dejarnos interpelar y preguntarnos: «¿Lo que hizo el Señor era acertado o equivocado? ¿Él tenía razón o no la tenía? ¿El drama de la vida se resuelve así, o es mejor apoyarnos todo lo que podamos en las riquezas porque al final todo se acaba y ya no hay más? ¿O el drama de la vida es en verdad otra cosa?»
El Señor muere confiado en Dios. Confía en Dios incluso muriendo, incluso entregando la vida. Él confía siempre en su Padre y no lo niega, sino que lo reafirma hasta el final. Es como si estuviese diciendo «Yo a los hombres los querría salvar, explicarles el camino de la vida y del amor, pero me agreden y me rechazan; en cambio, Dios es de fiar». ¿Jesús tenía razón o no? Sí, tenía razón. Por eso decía en el salmo: «Te daré gracias ante los pueblos porque me has escuchado». Dios lo escuchaba. El Padre lo dejó ir hasta el final porque era Él, su Hijo. Le dejó llevar el peso de todos los pecados de los hombres, porque era Él y podía; ninguno más hubiese podido. Le dejó llegar hasta la muerte, para que pudiese, Él (nosotros no podríamos), echar abajo las puertas de la muerte. Y lo escuchó. Esta es la noticia que nosotros tenemos que saber hoy: El Señor Jesús está con nosotros, sí que nos va a defender, sí que nos escucha y sí que responde.
La vida del ser humano sí tiene un sentido, un valor, un destino. No es cierto que haya que gastarla pasándolo ahora lo mejor que se pueda, apoyándose en quien tiene el poder. Podemos vivir con toda verdad siguiendo la ley que el Señor nos da de amar a Dios y al prójimo. Y en estos días es lo que debemos hacer: saber que hasta el final Él estará con nosotros, que responderá, que no nos abandona ni nos abandonará. Y tener esa esperanza cierta, pase lo que pase. Y así manifestarla en todo lo contrario de la mentira, de la crueldad, del abandono del hermano, del desprecio, en todo lo contrario del pecado. Manifestarla en el amor al prójimo, en el estar a su lado, en el sacrificarse por los demás.
Démosle gracias a Dios que nos ha desvelado nuestro destino y también la dignidad de la vida que vivimos. Démosle gracias porque nos enseña a amar al prójimo. Démosle gracias por todas las personas que lo hacen. Y pidámosle que nos sostenga para que en nuestro corazón la duda no sea nunca más fuerte que esta certeza de que debemos cuidar, valorar y respetar siempre al prójimo; y siempre llenos de esperanza.

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