Homilía do Bispo de Lugo na Misa Exequial por Benedicto XVI

Lo último del obispo


Este mércores, 4 de xaneiro, o Bispo de Lugo, monseñor Alfonso Carrasco, presidiu a Misa Exequial polo eterno descanso do Papa emérito Benedicto XVI que se celebrou na Catedral de Lugo. 

Queridos hermanos,

Celebramos esta Santa Misa por el eterno descanso de Benedicto XVI, Joseph Ratzinger, un hombre de Dios para nuestro tiempo. Su entrega y su obra en medio de la Iglesia, de muchas maneras a lo largo de su vida –aunque siempre sacerdote–, lo hizo un miembro vivo del Cuerpo de Cristo. Su respuesta de fe sencilla lo acercó a Dios y le hizo dar mucho fruto para bien de su Pueblo.

Llamado por el Señor a la misión de sucesor de Pedro, principio visible de unidad en la fe y en la comunión de toda la Iglesia, es para nosotros también signo de paternidad, de nuestra pertenencia común a la gran familia nacida del amor redentor de Cristo.

Hoy queremos encomendarlo al Señor de la vida y de la misericordia, para que le revele la anchura, la altura y la profundidad de su Amor eterno, en quien creyó y por quien quiso vivir.

En su labor buscó siempre acoger la verdad de la fe, se esforzó en comprenderla y amarla, y en saber decirla en los modos adecuados al hombre de hoy. De hecho, ha llevado a cabo un diálogo epocal con la razón moderna y sus desafíos, con las diferentes propuestas de comprensión o de reinterpretación de lo cristiano; y ha pensado siempre también en horizonte ecuménico, dialogando de modo destacado con la teología protestante, tan presente en su mundo alemán.

Quiso mostrar la anchura de la razón, superando sus estrechamientos y reducciones, la hondura de inteligencia a la que abre la fe, y la necesidad intrínseca que tienen la una de la otra, la fe y la razón, como las dos alas con las que es posible volar. Pudo hacerlo gracias a su estudio constante, y a un gran conocimiento histórico, filosófico y teológico. Fue sin duda, en este sentido, un gran científico, que la historia de la teología recordará con gratitud.

En la raíz de su obra estaba, sin embargo, una certeza de fe crecida en las duras experiencias de sus primeros tiempos de vida: la evidente inconsistencia de las pretensiones de ideologías contemporáneas, que habían destruido lo más humano de la persona y extendido la muerte, que habían devastado Europa y su patria alemana; junto con la convicción plena de que sólo puede entregarse conciencia y corazón a Jesucristo, al Hijo de Dios, por quien perder la vida es ganarla. Desde esta experiencia elemental y profunda, que conformó su vida, defenderá ya siempre la verdad de la fe cristiana, así como la urgencia de no censurar de ningún modo, de  no  reducir la búsqueda y los horizontes de la razón.

Esto proclamará en las palabras iniciales de su primera encíclica: “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, 1).

Para nosotros, ha llegado a ser un guía bueno, luminoso, con el que orientarnos en la selva de las opiniones y el conflicto de las interpretaciones. Su enseñanza seguirá ayudándonos a entender y vivir la fe como adultos, con certeza y calma, sin miedos ni complejos ante ninguna ideología; sin ceder a “la dictadura de un relativismo” con el que hoy se pone en cuestión lo fundamental de lo humano, ni a una pretensión de poder –también político– que piensa poder someter, transformar, dominar a voluntad nuestra propia naturaleza, lo que somos por don de Dios, alma y cuerpo. Ha sido, según su deseo, “cooperador de la verdad”, contribuyendo a que podamos vivir la fe con “la riqueza de su plena inteligencia” (Col 2,2), sin que nos engañen “con teorías y vanas seducciones de tradición humana, fundadas en los elementos del mundo y no en Cristo” (Col 2,8).

En su diálogo amplio y profundo con la razón y el mundo moderno, en su búsqueda de expresar convincentemente la verdad del Evangelio y de manifestar la luz de la fe, Benedicto XVI fue un hombre del Concilio Vaticano II, llamado luego providencialmente a contribuir de modo decisivo a su recepción, a su comprensión y puesta en práctica, evitando posiciones alejadas de la intención conciliar, que podían distorsionar sus enseñanzas.

También por esta misión suya, sabiamente llevada a cabo, hemos de dar gracias a Dios. Porque ha significado acompañar a su Pueblo en una etapa tan decisiva de su historia como la que fue introducida por la renovación conciliar, que sigue siendo determinante de nuestra experiencia eclesial.

Dios ha querido darnos en Benedicto XVI también un pastor inteligente en estos momentos singulares del postconcilio, que, desde la sede petrina, ha sabido cuidar de las “ovejas” débiles o enfermas y alimentar a las “robustas” del rebaño del Señor. A todos nos consuela percibir así que nuestra historia creyente, como Pueblo de Dios, está en las manos seguras y sabias del Señor Jesús, que podemos caminar tranquilos en la comunión de su Iglesia, en nuestra tierra y en nuestro tiempo, ciertos de que Él nos dará los ministerios y los carismas necesarios, la gracia adecuada y oportuna en cada momento.

Benedicto XVI ha vivido una fe que procuró siempre y apasionadamente la inteligencia, la comprensión de la verdad, la forma mejor de entenderse y de decirse. La fe, sin embargo, es esencialmente sencilla, es un reconocimiento, una adhesión de corazón a Jesús, en quien Dios se nos entrega visible y humanamente, y se dirige así al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. También para Benedicto la fe tenía esta sencillez profunda, estaba enraizada en el corazón y el afecto, estaba conformada por su experiencia de Iglesia desde niño, por su cultura y su tierra.

No es posible separar su fe de su historia personal, pero tampoco de su Baviera natal, de sus templos barrocos, llenos de luz, de ternura y calor; ni separarla de la participación en la liturgia, popular y cuidada, bella, expresiva en sus ritos y en su arte, particularmente en la música.

La fe en Benedicto era concreta, vinculada a lo particular de su tierra natal, a sus formas y tradiciones. Pero así vemos cómo la fe verdadera, que es universal, que podrá hablar a todas las gentes, dialogar con todas las culturas, incluso desde la misma cátedra de Pedro, es siempre también concreta, tiene color y sonido, se transmite en el propio pueblo, como una perla preciosísima envuelta en lo mejor de la propia tierra y de la propia historia: en el cariño y el afecto, en la familiaridad y la cercanía, en la madurez de personas profundamente cristianas, en la experiencia de la liturgia y de la música, en la religiosidad popular.

Es una promesa también para nosotros. La fe, vivida en las formas más cercanas y queridas, las propias de nuestra tierra, según nuestra tradición y religiosidad, está cargada de las riquezas de la sabiduría y de la inteligencia, del tesoro de la caridad y de la esperanza. Es universal y católica, abre los horizontes del futuro y supera las fronteras; nos une, de todos los pueblos y lenguas, sin distinción ninguna ni discriminación, en la única comunión de la Iglesia del Señor.

De Dios, y de los bienes inmensos que Él ha querido darnos enviando a su Hijo Jesús, nacido en Belén del seno de la Virgen María, nos ha hablado Benedicto XVI; a testimoniarlo ha dedicado su vida.

Son bienes que iluminan la existencia y la renuevan, que la introducen en la amistad con Dios y en la unidad de los hermanos; que traen el cielo –su luz, su gracia y su verdad– a la tierra y que llevan la tierra al cielo. Esto deseamos y pedimos hoy al Señor para Benedicto XVI: que sea llevado al hogar del cielo y entre en el gozo de su Señor, que vea la plenitud de lo que ha amado, libre ya de las limitaciones de este mundo y de todo pecado.

Y esto pedimos confiados también para todos nosotros y nuestros seres queridos: permanecer en la verdad de la fe, arraigados y edificados en Cristo Jesús (cf. Col 2,7), tener la gracia de realizar todo lo bueno a lo que Dios ha destinado a cada uno, y alcanzar el gozo y la vida eterna a la que el Señor nos llama, y que pregustamos ya ahora, invitados por Él a la mesa de la Eucaristía, memorial de su muerte y de su resurrección, alimento para el camino, sacramento de nuestra fe y sostén de nuestra esperanza.

GALEGO

Queridos irmáns,

Celebramos esta Santa Misa polo eterno descanso de Benedito XVI, Joseph Ratzinger, un home de Deus para o noso tempo. A súa entrega e a súa obra no medio da Igrexa, de moitas maneiras ao longo da súa vida –aínda que sempre sacerdote–, fíxoo un membro vivo do Corpo de Cristo. A súa resposta de fe sinxela achegouno a Deus e fíxolle dar moito froito para ben do seu Pobo.

Chamado polo Señor á misión de sucesor de Pedro, principio visible de unidade na fe e na comuñón de toda a Igrexa, é para nós tamén signo de paternidade, da nosa pertenza común á gran familia nada do amor redentor de Cristo.

Hoxe queremos encomendalo ao Señor da vida e da misericordia, para que lle revele a anchura, a altura e a profundidade do seu Amor eterno, en quen creu e por quen quixo vivir.

No seu labor buscou sempre acoller a verdade da fe, esforzouse en comprendela e amala, e en saber dicila nos modos adecuados ao home de hoxe. De feito, levou a cabo un diálogo epocal coa razón moderna e os seus desafíos, coas diferentes propostas de comprensión ou de reinterpretación do cristián; e pensou sempre tamén en horizonte ecuménico, dialogando de modo destacado coa teoloxía protestante, tan presente no seu mundo alemán.

Quixo mostrar a anchura da razón, superando os seus estreitamentos e reducións, a fondura de intelixencia á que abre a fe, e a necesidade intrínseca que teñen a unha da outra, a fe e a razón, como as dúas ás coas que é posible voar. Puido facelo grazas ao seu estudo constante, e a un gran coñecemento histórico, filosófico e teolóxico. Foi sen dúbida, neste sentido, un gran científico, que a historia da teoloxía lembrará con gratitude.

Na raíz da súa obra estaba, con todo, unha certeza de fe crecida nas duras experiencias dos seus primeiros tempos de vida: a evidente inconsistencia das pretensións de ideoloxías contemporáneas, que destruíran o máis humano da persoa e estendido a morte, que devastaran Europa e a súa patria alemá; xunto coa convicción plena de que só pode entregarse conciencia e corazón a Xesucristo, ao Fillo de Deus, por quen perder a vida é gañala. Desde esta experiencia elemental e profunda, que conformou a súa vida, defenderá xa sempre a verdade da fe cristiá, así como a urxencia de non censurar de ningún modo, de non reducir a procura e os horizontes da razón.

Isto proclamará nas palabras iniciais da súa primeira encíclica: “Cremos no amor de Deus: así pode expresar o cristián a opción fundamental da súa vida. Non se comeza a ser cristián por unha decisión ética ou unha gran idea, senón polo encontro cun acontecemento, cunha Persoa, que dá un novo horizonte á vida e, con iso, unha orientación decisiva” (Deus caritas est, 1).

Para nós, chegou a ser un guía bo, luminoso, co que orientarnos na selva das opinións e o conflito das interpretacións. O seu ensino seguirá axudándonos a entender e vivir a fe como adultos, con certeza e calma, sen medos nin complexos ante ningunha ideoloxía; sen ceder a “ditadura dun relativismo” co que hoxe se pon en cuestión o fundamental do humano, nin a unha pretensión de poder –tamén político– que pensa poder someter, transformar, dominar a vontade a nosa propia natureza, o que somos por don de Deus, alma e corpo. Foi, segundo o seu desexo, “cooperador da verdade”, contribuíndo a que podamos vivir a fe coa “riqueza da súa plena intelixencia” (Col 2,2), sen que nos enganen “con teorías e vas seducións de tradición humana, fundadas nos elementos do mundo e non en Cristo” (Col 2,8).

No seu diálogo amplo e profundo coa razón e o mundo moderno, na súa procura de expresar convincentemente a verdade do Evanxeo e de manifestar a luz da fe, Benedito XVI foi un home do Concilio Vaticano II, chamado logo providencialmente a contribuír de modo decisivo á súa recepción, á súa comprensión e posta en práctica, evitando posicións afastadas da intención conciliar, que podían distorsionar as súas ensinanzas.

Tamén por esta misión súa, sabiamente levada a cabo, habemos de dar grazas a Deus. Porque significou acompañar ao seu Pobo nunha etapa tan decisiva da súa historia como a que foi introducida pola renovación conciliar, que segue sendo determinante da nosa experiencia eclesial.

Deus quixo darnos en Bieito XVI tamén un pastor intelixente nestes momentos singulares do posconcilio, que, desde a sede petrina, soubo coidar das “ovellas” débiles ou enfermas e alimentar ás “robustas” do rabaño do Señor. A todos nos consola percibir así que a nosa historia crente, como Pobo de Deus, está nas mans seguras e sabias do Señor Xesús, que podemos camiñar tranquilos na comuñón da súa Igrexa, na nosa terra e no noso tempo, certos de que El nos dará os ministerios e os carismas necesarios, a graza adecuada e oportuna en cada momento.

Benedito XVI viviu unha fe que procurou sempre e apaixonadamente a intelixencia, a comprensión da verdade, a forma mellor de entenderse e de dicirse. A fe, con todo, é esencialmente sinxela, é un recoñecemento, unha adhesión de corazón a Xesús, en quen Deus se nos entrega visible e humanamente, e diríxese así ao Pai, ao Fillo e ao Espírito Santo. Tamén para Benedito a fe tiña esta sinxeleza profunda, estaba enraizada no corazón e o afecto, estaba conformada pola súa experiencia de Igrexa desde neno, pola súa cultura e a súa terra.

Non é posible separar a súa fe da súa historia persoal, pero tampouco do súa Baviera natal, dos seus templos barrocos, cheos de luz, de tenrura e calor; nin separala da participación na liturxia, popular e coidada, bela, expresiva nos seus ritos e na súa arte, particularmente na música.

A fe en Benedito era concreta, vinculada ao particular da súa terra natal, ás súas formas e tradicións. Pero así vemos como a fe verdadeira, que é universal, que poderá falar a todas as xentes, dialogar con todas as culturas, mesmo desde a mesma cátedra de Pedro, é sempre tamén concreta, ten cor e son, transmítese no propio pobo, como unha perla preciosísima envolta no mellor da propia terra e da propia historia: no agarimo e o afecto, na familiaridade e a proximidade, na madurez de persoas profundamente cristiás, na experiencia da liturxia e da música, na relixiosidade popular.

É unha promesa tamén para nós. A fe, vivida nas formas máis próximas e queridas, as propias da nosa terra, segundo a nosa tradición e relixiosidade, está cargada das riquezas da sabedoría e da intelixencia, do tesouro da caridade e da esperanza. É universal e católica, abre os horizontes do futuro e supera as fronteiras; únenos, de todos os pobos e linguas, sen distinción ningunha nin discriminación, na única comuñón da Igrexa do Señor.

De Deus, e dos bens inmensos que El quixo darnos enviando ao seu Fillo Xesús, nacido en Belén do seo da Virxe María, falounos Benedito XVI; a testemuñalo dedicou a súa vida.

Son bens que iluminan a existencia e renóvana, que a introducen na amizade con Deus e na unidade dos irmáns; que traen o ceo –a súa luz, a súa graza e a súa verdade– á terra e que levan a terra ao ceo. Isto desexamos e pedimos hoxe ao Señor para Benedito XVI: que sexa levado ao fogar do ceo e entre no gozo do seu Señor, que vexa a plenitude do que amou, libre xa das limitacións deste mundo e de todo pecado.

E isto pedimos confiados tamén para todos nós e os nosos seres queridos: permanecer na verdade da fe, arraigados e edificados en Cristo Xesús (cf. Col 2,7), ter a graza de realizar todo o bo ao que Deus destinou a cada un, e alcanzar o gozo e a vida eterna á que o Señor nos chama, e que pregustamos xa agora, convidados por El á mesa da Eucaristía, memorial da súa morte e da súa resurrección, alimento para o camiño, sacramento da nosa fe e sostén da nosa esperanza.

Contactos
Dirección

Plaza de Santa María 1
27001 Lugo Lugo

Teléfono

982231143

Correo electrónico

Envía Correo

March