CUSTODIA DE D. JUAN SÁENZ DE BURUAGA

Lo último del obispo


Ilustrísimo Señor, mui Señor mío de toda mi veneración: La infinita bondad, de nuevo amantísimo Dios Sacramentado, ha querido llegue el tiempo de manifestar yo mi gratitud y… entré en la ydea de construir, para veneración de su Divina Magestad, un tabernáculo …” 

Así comienza la carta enviada el 4 de agosto de 1772 por D. Juan Sáenz de Buruaga, el que había sido obispo de Lugo del 62 al 67 y por las fechas arzobispo de Zaragoza, en la que indicaba al Cabildo la llegada de una custodia. Y aunque la pieza llega hasta nosotros con más de una reforma, se presenta como un perfecto exponente de la escultura de finales del s. XVIII. 

Esta magnífica custodia se desarrolla a partir de cuatro cabezas aladas que soportan el peso de la pieza, y alzan un pie mixtilíneo y ligeramente oval. Cada una de ellas se une a la siguiente por la disposición de una guirnalda vegetal que se recoge en cada tramo con una pequeña argolla floral. Sujetas a este primer aro liso de borde recto que circunda la totalidad de la pieza, se presentan como un motivo innovador y recurrente en la decoración de este campo. Las formas cóncavas y convexas que se generan en el pie, reproducen sus fuerzas al cuerpo central de la base que, gracias a la utilización de diferentes técnicas, cobra importancia por movimiento y color. La plata sobredorada de los nervios en resalte, las palmetas estilizadas de cada tramo, y de nuevo, las guirnaldas vegetales; marcan los ritmos de este cuerpo en el que se incorpora el blasón de Saénz de Buruaga. Con forma de jarro, realizado en esmalte y posicionado en el eje central, el donante figura explícitamente en la pieza, y con ella será recordado perpetuamente o “a lo menos en tanto que no se mejore en la ofrenda otro más devoto”, como se indica en su carta.

Se presentan como peana del impresionante fuste tres figuras masculinas que generan un gran movimiento. Medio desnudos, apilados unos sobre otros y con muecas de desesperación; dos de estas figuras parecen querer huir de algo inevitable, la picadura de los áspides que portan en sus manos; mientras la tercera, la central, está ya derrotada sobre un libro abierto. Sobre ellos y contrarrestando el desorden, la anarquía y el caos, se yergue una figura femenina. Vestida con túnica y manto, que se arremolina en las rodillas, se presenta calzada y con los ojos vendados; sosteniendo en la mano izquierda una cruz, alza la derecha para asir un gran cáliz sobre su cabeza. Este último articula el sol del viril, y presenta una decoración vegetal en la que volvemos a encontrar las guirnaldas de flores en su copa.

 

Un cerco de nubes, entre las que aparecen grupos de cabezas aladas, rodea la parte central del sol, y se configura como el elemento distribuidor del que parten los rayos y la pedrería que rodea el aro que da paso al ostensorio. La pieza se remata con una cruz, que como indica X. Louzao, pudo ser un antiguo pectoral.

Fiel alegoría del donante, cuya veneración al Santísimo Sacramento se manifiesta en la pieza y en su iconografía, esta custodia nos presenta a la Fe alzándose sobre las Herejías. Siguiendo a Ripa y a Boudard, y con el fin de desentrañar lo simbólico de lo representado, debemos de fijarnos en los principios básicos de la caracterización que envuelven esta obra.

La composición recoge la nueva psicomaquía tomada de los pórticos medievales, donde las figuras-columnas posaban a sus pies los símbolos que las definían, en este caso los antónimos; y juega con el principio básico de opuestos, superior vs. inferior en altura, tamaño y movimiento.

La disposición y la cualidad continúan el juego, situando a los pies de la Fe tres tipos o “edades” del hombre cuyos atributos nos muestran a las Herejías. Como indica Ripa: “Los pelos tiesos y en desorden vienen a ser los malos pensamientos, siempre pronto a salir en su defensa. El cuerpo casi denudo, muestra como la herejía se halla desnuda de todas las virtudes. El libro cerrado, junto con la sierpes, significan la falsedad de sus sentencias y doctrinas más nocivas y abominables que los más venenosos áspides. Por fin, el ir esparciendo sierpes a su paso, simboliza su acción de ir sembrando las más falsas opiniones”; en este caso el libro está abierto y se muestra en paralelo con aquel que sirve de base a la Fe. Esta figura hierática, majestuosa y serena, se presenta como opuesto al grupo escultórico inferior; y aunque existen diferencias con la alegoría de Ripa presenta los atributos típicos: “Mujer vestida de blanco, que lleva un yelmo que la cabeza cubre … simbolizándose así que para poseer la verdadera Fe, es preciso mantener protegido el ingenio contra las armas enemigas: los razonamientos naturales de los Filósofos y las sofísticas alegaciones de los Heréticos manteniendo nuestra mente firme y segura en los divinos mandamientos y doctrinas evangélicas”. Como vemos, el yelmo es substituido por el cáliz, que en sí mismo es símbolo de la Fe cristiana, y atributo consustancial de su alegoría. Ripa continúa: “Sostendrá con la diestra un corazón y una vela encendida, … el corazón y la vela encendida que en la mano lleva, muestran la iluminación de la mente que nace de la Fe, disipando las tinieblas de la infidelidad y la ignorancia … y en la siniestra las tablas de la Vieja Ley, junto a un libro abierto”; la disposición de la pieza permite ignorar los atributos de la diestra, posiblemente con el fin de no dificultar la lectura, y la figura sostiene el cáliz que reposa en su cabeza, que junto a lo indicado anteriormente, es una referencia indudable al Sagrado Sacramento, base del Misterio Eucarístico negado entre otros, por priscilianistas y luteranos; y substituye las Tablas de la Ley por la Cruz, símbolo de la Iglesia, manteniendo el libro abierto posicionado bajo los pies, referencia a las Sagradas Escrituras que se alzan sobre las Herejías. La venda sobre sus ojos no la menciona el autor italiano, pero en el arte Barroco tras el Concilio de Trento (1545-1563) se introdujeron diferentes modificaciones, y ya en el segundo tercio del siglo XVII, y siguiendo la cita de san Gregorio –“Fides non habet meritum ubi humana ratio proebet experimentum” (Hom 26)-, la Fe aparecerá con los ojos vendados, “ciega” a otras doctrinas.

 

Con un modelado excepcional, esta pieza se revela inspirada en la iconografía italiana, donde la Fe se representa como Triunfadora de la Muerte; alegoría perfecta al Sagrado Sacramento, a la Resurrección y a la Vida Eterna. El conjunto escultórico formado por la Fe y las Herejías se basan en modelos helenistas, tanto en la composición como en los “tipos”, revelando, además de la rica formación de su autor, un revival del mundo clásico.

“Desde entonces, sin perdurar diligencia que me fuera posible empezé a solicitar diseños, y tomar razón de los mejores Artífices para la execución …”, indica Sáenz de Buruaga en su carta. Nada sabemos de dicho proceso, pero la importancia de la obra, el interés y la base cultural del donante, lo hacían preciso. Y aunque hasta relativamente poco se atribuía a José Eleizalde, su artífice es Manuel Timoteo Vargas Machuca, como indican las marcas: Madrid Villa y Corte, sobre la cronología 72; y el punzón BAR/GAS —que indica el platero— en dos líneas paralelas en marca cuadrangular, que se revela como la utilizada por el autor en su estancia toledana. Perteneciente a una dinastía de plateros que continuó su hijo, Manuel Ignacio, Timoteo se revela como un conocedor del dibujo y la escultura. Dotado de una excelente técnica y con una capacidad de invención única, consigue en el tratamiento de los cuerpos la maestría del modelado.

 

La pieza no llega en su estado original. La rica cruz de esmeraldas que portaba la Fe se cambia en 1817-18 por la actual, realizada en Ferrol y posiblemente relacionada con Domingo Antonio de Castro, que por aquellos años realizaba diferentes encargos de la Catedral. Pero sobre todo el robo del sol el 8 de diciembre de 1854, mutila la pieza y conmociona a la ciudad de Lugo; y aunque se ofrecieron diferentes cantidades para su recuperación, nunca apreció. Realizado en Madrid por José Ramírez de Arellano, platero de la reina Isabel II, y siguiendo el modelo original, conocido hoy en día por la edición de Castro Freire, el actual se distancia en el cerco de nubes que ahora funciona como bastidor de las joyas donadas. Sabemos que por 1860 ya debía de estar rematado, el especial empeño de la propia reina junto a las limosnas de los fieles devotos, lo hicieron posible. Flanqueada por la Guardia Civil la pieza se expuso dos días para que el público la admirase, y se trasladó de nuevo al Altar Mayor con el pleno del Cabildo en la fiesta de Todos los Santos.

Cargada de piedras preciosas, posiblemente en un principio solo la cruz, el cáliz, la venda de los ojos y el sol del viril las portarían —aunque tenemos dudas si también un collar y un cinturón, ya que existen en la pieza huecos de anclaje—; esta obra se revela ante nuestros ojos con un exuberante cromatismo conseguido, con las diferentes donaciones piadosas materializadas en las alhajas que se incorporan. Y aunque la mayoría se engarzan o clavan en la pieza respetando su bastidor original, la realizada en 1907 por Ramona González de Neira fue colocada como pie de la cruz de remate, lo que conllevó una nueva modificación en la obra. Las magníficas rosas de brillantes elevan la espléndida cruz pectoral, conservando las piedras y su disposición las indicaciones de la donante. Manso y Refojo, joyero y platero de la ciudad, fueron los que concluyeron los trabajos en la pieza.

“VOTUM ILLMI. D.D. JOSNNIS SAENZ A BURUAGA EPISCOP. DEINDE ARCHIEPISCOP. CAESARAGUSTANI. ANN 1772”, es la inscripción que se puede leer a lo largo de todo el aro de la base. Con ella este obispo lucense se convierte en el primero de los muchos fieles cuya veneración al Sagrado Sacramento, los lleva a dotar y a incrementar con sus donaciones la carga simbólica de esta excepcional pieza.

Hoc Hic Mysterium…El esplendor de la Presencia
Catálogo Exposición 2012

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