II Domingo de Cuaresma: Jesús, el rostro misericordioso del Padre.

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El evangelio del II Domingo de Cuaresma narra el episodio de la Transfiguración del Señor (Lc 9, 28b-36), en este pasaje los discípulos suben con Él al monte Tabor, donde contemplan la gloria del rostro de Dios en la humanidad de Jesús, sabiendo que Él comparte nuestra humanidad y nuestras tentaciones. Jesús se nos presenta resplandeciente para iluminarnos con la luz de la verdad de Dios.

El evangelista Lucas pone particularmente de relieve el hecho de que Jesús se transfiguró mientras oraba: es una experiencia profunda de relación con el Padre durante una especie de retiro espiritual que Jesús vive en un alto monte en compañía de Pedro, Santiago y Juan, los tres discípulos siempre presentes en los momentos de la manifestación divina del Maestro.

El Señor, que poco antes había preanunciado su muerte y resurrección (Lc 9, 22), ofrece a los discípulos un anticipo de su gloria, y los invita a seguirlo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga” (Lc 9, 23). Este acontecimiento extraordinario nos alienta a seguir a Jesús; esta verdad pasa por la cruz, y pide de nosotros una mirada limpia para contemplar su rostro con la esperanza de que caminaremos en su presencia en el país de la vida.

El rostro transfigurado de Jesús es el rostro misericordioso de Dios. Solo con nuestras fuerzas no podemos contemplar su rostro, nos tenemos que dejar guiar por la gracia que se nos otorga en la vida espiritual de los sacramentos y la oración.

El Papa Francisco, en Misericordiae Vultus, bula de convocación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia (2015-2016), invitaba a contemplar el rostro Cristo: “con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor de la Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha recibido del Padre ha sido la de revelar el misterio del amor divino en plenitud. «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16), afirma por la primera y única vez en toda la Sagrada Escritura el evangelista Juan. Este amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor que se dona gratuitamente. Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En Él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión” (Misericordiae Vultus, 8).

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